Yo se los pensamientos
que tengo acerca de ustedes, dice el Eterno, pensamientos de paz y no de mal,
para darles el fin que esperan” (Jer 29:11).
Ayer tuve que hacer algo
que detesto: llevar a mi perro Travieso al veterinario.
Primero le extrajeron
sangre de una vena del pescuezo, mientras yo lo sujetaba. Me miró con sus ojos
perrunos en mudo reproche por haber permitido que le hicieran eso.
Cuando estaba por bajarlo
de la mesa de exámenes, el veterinario me dijo que según el registro de mi
perro, el mes entrante tenía que recibir su vacuna anual. Sugirió dársela en
ese momento para ahorrarme un nuevo viaje.
Después de la vacuna,
tome a Travieso y fui a pagar la cuenta. Mientras hacia el pago, el veterinario
asomó la cabeza y me preguntó si sabia que ese verano mi perro tenia que
recibir una vacuna antirrábica. Lo llevé de nuevo a la mesa de exámenes.
Cuando finalmente metí a
Travieso en el auto para llevarlo a casa, se arrinconó en el lado opuesto del
asiento delantero, lejos de mí. Entonces comencé a comprender cómo se siente
Dios cuando me disgusto por los problemas que el permite en mi vida.
Cuando Travieso sufría en
la mesa del veterinario, no podía comprender que lo había llevado allí porque
lo amaba. No sabía que el dolor experimentado le permitiría vivir con mejor
salud y felicidad en el futuro. Tampoco podía comprender que yo sufría con el.
A veces me he molestado
con Dios por permitir que me sucedan cosas malas. Recuerdo que una vez levanté
el puño y le dije “¡Te detesto!”. Pero ahora comprendo que los sinsabores que
experimenté en realidad me hicieron bien. Y
que, además, el los sufrió conmigo. Y me alegro porque el permitió que
sucedieran.
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