¿Te has preguntado como serán esos primeros
momentos en el cielo, una vez que hayamos dejado atrás la historia de este
mundo, y lleguemos a la gloriosa ciudad celestial?
Nuestros sentidos serán pasmados por tantas
cosas novedosas que encontraremos a nuestra llegada. Dice la Escritura en 1ª
corintios 2:9: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón
del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. Seguramente
los pensamientos más imaginativos de las mentes más creativas, no se acercan en
nada a lo que serán esos momentos. Pero, aun así, tratemos de crear con los
ojos de la fe una visión de nuestro arribo al cielo.
Evidentemente la mayor expectativa será la de
ver a Dios, quien nos dará la bienvenida con los brazos abiertos. ¡Estaremos
por fin en su gloriosa y majestuosa presencia y podremos verle cara a cara!
¿Qué vas a hacer o a decir cuando tengas a Dios frente a frente? ¿Imaginas al Imponente
Rey del Universo saludándote, luego poniéndote la corona de victoria en tu
cabeza y llamándote por tu nombre nuevo?
¿Imaginas el esplendor de esa ciudad? Calles
de oro, mar de vidrio, murallas de piedras preciosas, puertas de perlas, el
rio y el árbol de la vida, hermosos
seres angelicales, majestad y belleza por doquier, perfección hasta donde
alcanza la vista. ¡Tanto fulgor, tanta gloria tiene la Jerusalén celestial, que
para quienes la contemplaron en visión fue imposible describirla!
Participaremos entonces del magno evento que
será La Boda del Cordero, el encuentro de Dios con su Novia: todos aquellos que
le aman. Toda la multitud presente nos rendiremos en adoración, gratitud y
alabanza a nuestro Dios. Sin embargo, mientras nos dirigimos a la regia cena
dispuesta para esta solemne ocasión, imagina las siguientes escenas:
Pablo abrazando efusivamente a los
tesalonicenses, colosenses, filipenses y demás hermanos de las iglesias a las
que tanto amó y por las cuales tanto trabajó. Los felicita por haber peleado
“la buena batalla” y haber recibido la corona de justicia.
Juan, Pedro, Mateo, Tomás, Felipe, y demás discípulos reencontrándose una vez más,
abrazándose jubilosos, sabedores de que no se equivocaron al seguir a su
Maestro. Luego, Andrés se acerca a Juan el Bautista, el cual sonríe al ver a
Jesús. Más que ser mi primo, -dice Juan -
es mi Señor y mi Salvador.
Esteban, contemplando emocionado una vez más
la gloria de Dios y Jesús a su derecha, pero esta vez no a la distancia. Esta
vez desde el mismo lugar que avistó en ocasión de su muerte.
María y José, como cualquier padre orgulloso
de sus hijos, asoman en su rostro una sonrisa enorme de satisfacción que se
mezcla con lágrimas de alegría al ver el triunfo y la gloria de su “niño” Jesús.
Daniel está conversando alegremente con
Misael, Ananías y Azarías, cuando de repente sus ojos se posan en unas figuras
conocidas por el: un grupo de leones acompañados por un ángel, quienes al verlo
corren a su encuentro; hace tiempo que no se veían.
Elías encontrándose con Eliseo, José abrazando
a Jacob, Isaac y Abraham uniéndose al abrazo. Moisés, buscando con la mirada a
sus hermanos, esposa e hijos entre la multitud. Nosotros mismos encontrándonos
con nuestros amados. ¡Vaya escena, todos radiantes de felicidad cantando,
alabando a Dios, abrazándonos con todos nuestros hermanos en la presencia de
Cristo! ¡No hay adjetivos para representar tal sentimiento, tal emoción!
Un oso, un elefante y un tigre encabezan una
extraña procesión de animales, ¡han reconocido el rostro de Noé y corren
presurosos a saludarlo! Recuerdan esos días en el arca y cariñosamente reciben
a Noé y su familia.
Adán y Eva ya no se esconden, por el
contrario, buscan gozosos a su Creador. Este lugar supera infinitamente a su
primer hogar. Es el reinicio de la historia. Esta vez será diferente.
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