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Era inocente


                            ¿Por causa de quién se había perdido una valiosa vida?

Un hombre había muerto y la gente se preguntaba por qué. No comprendían qué crimen había cometido. Sin embargo, habían presenciado, y algunos apoyado, aquella muerte. Llegó la tarde y la gente se dispersó. La montaña quedó en silencio. A lo lejos se escuchó el silbido suave del viento entristecido. Entonces, el cuerpo de aquel hombre fue bajado de la cruz y sepultado.

Cuando los rayos del sol se extinguieron, se dejó ver una luz diferente que alumbró los objetos que yacían inmóviles en el piso polvoriento junto a la cruz. Después del destello, se escuchó una voz que hizo temblar la tierra:
 -¿Quién fue el culpable de la muerte de este hombre?- dijo la voz. ¿Acaso no sabia que era el dueño del universo, el alfa y la omega, el principio y el final, el creador de todo cuanto existe en este mundo?

Debajo de la luz se podían ver algunos objetos tristes y llenos de culpa. La cruz de madera manchada de sangre fresca, y junto a ésta, los clavos que habían atravesado las manos y los pies del hombre; el martillo, la lanza con la punta ensangrentada, la esponja empapada de vinagre, el látigo con sus puntas de metal y allá, escondida en las sombras del madero, estaba una corona con puntiagudas espinas, sucias de sangre. La culpa que sentía esta última era más grande que la de los otros objetos, pues llevaba consigo el sufrimiento desgarrador de aquel hombre.

-¿Quién se atrevió a lastimarlo?-Dirigiéndose a los clavos, dijo la voz-: ¡Ustedes atravesaron sus manos y sus pies! Son culpables.

-Nos fundieron para asegurar y atravesar los objetos; ese es nuestro trabajo. Pero la cruz sostenía el cuerpo.

-¿Y tú, que tienes que decir?-preguntó la voz a la cruz de madera.

-Fui hecha con trabajo y esmero. Mi madera quedó manchada con la sangre de ese hombre y el martillo golpeó duramente mi estructura.

El martillo se excusó argumentando que su trabajo era clavar, pero acusó a la lanza de ser culpable de también herir al hombre.

-A mi no me metas en tus asuntos-replicó la lanza-.Yo no maté al hombre. Al contrario, impedí que le rompieran las piernas. Quede claro que no tengo que ver con su muerte, aunque no puede decir lo mismo de la esponja.

La voz, con calma, pregunto a la esponja que tenía que decir en su defensa:
-Solamente le di un poco de vinagre para mitigar su dolor. El hombre sufría y yo intenté ayudarle. Quería darle agua, pero no me mojaron en ella.
En ese momento, de las sombras surgió la figura de la corona. Con angustia y temor, dijo a la voz:
-Yo soy la culpable. Llevo en mí pedazos de su piel y cabello. Estoy empapada de su sangre y sudor. Yo estuve con él más tiempo y le causé mas daño. Lo lastimé durante el trayecto hasta el monte y lo acompañé hasta su muerte.

Mientras la corona de espinas salía a la luz para recibir su castigo, otra voz se escuchó:
-¡No! ¡Tú no fuiste! ¡Todos somos culpables!- Dijo el látigo turbado-.Fuimos herramientas que usó el ser humano para causar semejante atrocidad. Yo fui el primero en golpear y rasgar su piel sin piedad. Su cuerpo sangró por mi culpa. Fui testigo de lo que tuvo que sufrir.

El látigo continuó diciendo que había escuchado decir al centurión que lo cargaba, que ese hombre verdaderamente era el Hijo de Dios. Fue entonces que el militar lo dejó caer al suelo allí mismo.  Los seres humanos habían sido los culpables de que el Hijo de Dios muriera de aquella manera tan atroz. Entonces la voz se acercó al látigo y a la corona de espinas, y les dijo:
-No se preocupen. Este hecho ya se había predicho hace mucho tiempo. Desde la fundación del mundo se formuló un plan para salvar al ser humano, y el Hijo de Dios, Jesús, tenía que morir.

Entonces la voz calló y la luz desapareció. El silencio y la oscuridad reinaron nuevamente esa noche, y los objetos quedaron inertes sobre la montaña. Mientras, aquel hombre yacía en su tumba, esperando que el día sábado pasara y entonces resucitar. La resurrección de aquel hombre significaría más que un milagro, sería la victoria sobre el pecado. El cielo triunfaría sobre el mal y el pecado. Aunque fue por culpa de cada uno de nosotros que Cristo murió de aquella manera tan inhumana, no debemos sentir culpa, sino gratitud y amor por aquel hombre, que inocente, dio su vida porque siempre nos ha amado. Nos amo desde el principio. Para muestra, su muerte.

Autor: Mario Palafox Martinez
Revista Mundo Joven, Agosto 2011

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