De repente, parecía que los sueños de Laura se hacían
añicos. El novio, a quien tanto amaba, la dejaba apenas con una corta explicación,
escrita en una tarjetita blanca: “Tengo que ser sincero: No me gustas,
perdóname”. Un mes después, el padre de ella moría en un trágico accidente de
tránsito.
Era demasiado sufrimiento para una sola persona. Casi no
dormía, preguntándole a Dios: “¿Por qué, Señor, por qué?” Como consecuencia de
todo, su rendimiento en el trabajo quedó tan alterado que, algunos días
después, perdió el empleo (…).
Casi inconscientemente, Laura actuaba como una jueza y daba
el veredicto. “Yo siempre fui una fiel cristiana, nunca hice mal a nadie y
ayudé a mis semejantes en la medida de mis posibilidades; Dios fue injusto
conmigo. Yo no merezco estar sufriendo de esta manera”.
¿Es Dios realmente injusto? ¿O será que nosotros, a veces,
somos injustos con el, reclamándole un juramento que nunca realizó? En Salmos
46:1 encontramos una bellísima promesa: “dios es nuestro amparo y fortaleza,
nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”. Observa lo que Dios está y no
está prometiendo.
Dios nunca prometió que sus hijos jamás tendrían
dificultades, tristezas o pruebas. El promete que, en medio de las dificultades
y luchas, pruebas y tristezas, los que confían en el nunca estarán solos.
“¡Gran consuelo!”, puedes pensar. “¿De qué me ayuda eso?” De mucho. Y ahí está
toda la diferencia.
Sufren los malos y los buenos. Sufren los que maldicen y los
que confían en él. Solo que el sufrimiento en los primeros es como una herida
purulenta: devora, pudre y finalmente mata. Mientras que el sufrimiento de los
que confían en Dios es como una herida limpia. Duele, sangra, pero sana, y con
el tiempo apenas quedan cicatrices o, a veces, ni siquiera eso.
Cuando mi hijo mayor tenía tan solo dos años, fue sometido a
una cirugía. La enfermera entró con la inyección de la anestesia. El muchacho,
mirando con miedo, comenzó a lloriquear, y la enfermera dijo:
-
No llores, no te va a doler.
El niño me miró, como si preguntase en silencio: “¿Es verdad
que no me va a doler?” Tomando su mano, le dije con tranquilidad:
-
Si, te va a doler, hijito, pero aquí está mi
mano. Si te duele mucho, aprieta mucho. Si te duele poco, aprieta poco, pero yo
estaré contigo.
¿Entendiste? Cuantas veces
miramos a Dios y le preguntamos: “¿Va a doler? Y el, con su voz de Padre
amante, nos consuela: “Si, te va a doler, hijo. En un mundo de tristezas y
lágrimas, muchas veces te va a doler, pero aquí está mi mano. Nunca estarás
solo. Yo estaré contigo”.
Autor: Alejandro Bullon
Autor: Alejandro Bullon
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