Con la entrada del pecado en el huerto del
Edén, Satanás se hizo de un arma. Un arma cruel e implacable. El arma de la
muerte. Esa arma inflige un dolor terrible en los seres amados de aquel que cae víctima de ella, y genera tantas
cuestiones sobre el sentido de la vida y sobre la aparente “indiferencia” de
Dios. Lo ha hecho desde el principio de la historia y continúa haciéndolo en el
presente. El ser humano le teme a esa arma, porque pareciera que inevitablemente
–a menos de que permanezcamos con vida hasta el regreso de Jesús -, tarde o
temprano llegará el momento en que se empuñe en contra de cada uno de nosotros
y de nuestros seres queridos.
El ser humano posee el instinto de
conservación, que le hace defenderse y luchar por la vida. Además, la muerte
representa la terminación abrupta de sus planes, proyectos, sueños y
realidades. Por ello, desde siempre, el ser humano ha evitado el arma, ha
evadido su agudo filo. Pero el enemigo -cuando le fue posible-siguió cercenando
vidas con esta arma sin consideración alguna por edad, género, raza o condición
social.
Pero eso fue hasta la cruz. Fue en ese madero
erguido en el monte Calvario donde el poder del arma se deshizo. Con toda la
fuerza y el rencor que le fue posible, con toda la crueldad y saña que podía
manifestar, el enemigo blandió el arma sobre el Hijo de Dios clavado en aquella
cruz. El golpe resonó por toda la Tierra, haciendo eco en el Universo entero,
ante la expectación silenciosa de toda la humanidad, de los ángeles y del
propio Padre.
¡He vencido! – pensó Satanás. Carcajadas
demoniacas se dejaron escuchar, como una burla grotesca. ¡He acabado con la
vida!
Pero olvidaba que Jesús no solo era la vida,
sino también la resurrección. El cuerpo del Redentor del mundo se levantó al
tercer día. ¡Jesús había acabado con el poder del arma! Dándose vuelta hacia el
verdugo, le hizo la pregunta: “¿Donde está oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro, tu victoria?
Y aunque el arma de la muerte tristemente sigue
cobrando víctimas aun con mayor atrocidad, causando inmenso dolor a los amados
de quien perece, hemos de saber que tiene fecha de caducidad, por cierto
próxima a cumplirse. Y que su efecto para que todos aquellos que así lo creen,
no es permanente, solo temporal. Y en esa mañana gloriosa de la resurrección
cuando Jesús, el Vencedor de la muerte, descienda del cielo con voz de mando y
con trompeta de Dios, “los muertos en Cristo resucitarán primero”, siendo
también vencedores sobre la muerte por la gloria de Dios. Y a partir de ese
momento y por toda la eternidad, la muerte ya no existirá más, según lo asegura
la Escritura en Apocalipsis 21:4: “Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de
ellos. Y no habrá mas muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las
primeras cosas pasaron”. Esa es la esperanza que abrazamos quienes creemos en
el regreso de Jesús.
Es esa esperanza la que nos sostiene cuando
llega una dolorosa pérdida de un ser querido; a ello nos aferramos cuando el
dolor nos inunda, cuando las lágrimas parecen ahogarnos por la triste
despedida.
Dice la palabra inspirada de Elena G. de White
en el libro El Deseado de todas las
gentes (p.731): “Para el creyente, la muerte es asunto trivial. Cristo habla de
ella como si fuera de poca importancia. "El que guardare mi palabra, no
verá muerte para siempre,” “no gustará muerte para siempre.” Para el cristiano,
la muerte es tan sólo un sueño, un momento de silencio y tinieblas. La vida
está oculta con Cristo en Dios y “cuando Cristo, vuestra vida, se manifestare,
entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria.”
¿De qué se puede sostener aquel que atraviesa
por esos momentos tan difíciles, si no es de esta verdad? Podría asegurarse que
el dolor que experimenta aquel que pierde a un ser querido sin conocer o creer
en la promesa divina es abismalmente mayor, mucho mas devastador, al dolor que
siente quien se aferra a la esperanza de la resurrección. ¿Dónde puede
encontrar fuerza el doliente, si no es los brazos amantes del Padre, que mira
nuestras lágrimas y llora con nosotros? El nos puede consolar, porque El sabe
cuan grande es nuestro dolor, el también lo experimentó, el también sufrió, cuando
murió su único hijo.
No debería dejar de asombrarnos este hecho
maravilloso, que Jesús haya querido compartir nuestra naturaleza humana hasta
el grado de sufrir Él también la muerte. El propio Jesús, en ocasión de la
muerte de Lázaro, le dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida. El que
cree en mí, aunque muera, vivirá. Todo el que vive y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees esto?” Y ella le respondió: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo (Juan 11: 25-27).Y tu
amigo lector, ¿crees esto?
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